No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.
Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante,
que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la
noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo.
que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la
noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo.
Un canto que atravieso como un túnel.
Presencias inquietantes,
gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un
lenguaje activo que las alude,
signos que insinúan terrores insolubles.
signos que insinúan terrores insolubles.
Una vibración de los cimientos, un trepidar de los funda-
mentos, drenan y barrenan,
y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que
espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y
barrenar los cimientos, los fundamentos,
aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión
de mi terreno baldío,
de mi terreno baldío,
no,
he de hacer algo,
no,
no he de hacer nada,
algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me
arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que
soy yo, indeciblemente distinta de ella.
En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche,
una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.
No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y
el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.
¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo
fragmentado.
Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de
muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu
memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero
tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos
nevados?
Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas.
Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería
hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el
teclado para entrar adentro de la música para tener una patria.
Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán
reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo
parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de
partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el
lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán
era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una esta-
ción pues no contaba más que con un tren algo salido de los rieles
que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la
música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más
abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuen-
tro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en
este poema que voy escribiendo.)
Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el
momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en
ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dicha exis-
tirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los
sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas.
(Y me dijo: Escribe, porque estas palabras son fieles y verdade-
ras).
(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el
canto...).
Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo
para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida
con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en
las arenas de un país extranjero).
Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me
había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar.
No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no
es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También
este poema es posible que sea una trampa, un escenario más.
Cuando el barco alteró su ritmo y vaciló en el agua violenta,
me erguí como la amazona que domina solamente con sus ojos
azules al caballo que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El
agua verde en mi cara, he de beber de ti hasta que la noche se
abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que
me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.
Hay un jardín.
El infierno musical, 1971