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miércoles, 19 de noviembre de 2014

Piedra fundamental de Alejandra Pizarnik




No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.



Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, 
que amo y muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la 
noche, hasta deshacerme desnuda en la entrada del tiempo. 


Un canto que atravieso como un túnel.
 


Presencias inquietantes, 
gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un 
lenguaje activo que las alude, 
signos que insinúan terrores insolubles.


Una vibración de los cimientos, un trepidar de los funda-

mentos, drenan y barrenan, 
y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que 
espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y 
barrenar los cimientos, los fundamentos, 
aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión 
de mi terreno baldío, 


no,
he de hacer algo,
no,
no he de hacer nada,
 


algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me 

arrasa dentro de mí con ella que es yo, conmigo que soy ella y que 
soy yo, indeciblemente distinta de ella.


En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche, 

una noche inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.


No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y 

el poema, en la tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes. 


¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo 

fragmentado. 


Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de 

muñeca, la desilusión al encontrar pura estopa (pura estepa tu 
memoria): el padre, que tuvo que ser Tiresias, flota en el río. Pero 
tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos de álamos 
nevados? 


Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. 

Yo no quería rozar, como una araña, el teclado. Yo quería 
hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme. Yo quería entrar en el 
teclado para entrar adentro de la música para tener una patria. 
Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán 
reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo 
parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto de 
partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el 
lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán 
era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una esta-
ción pues no contaba más que con un tren algo salido de los rieles 
que se contorsionaba y se distorsionaba. Entonces abandoné la 
música y sus traiciones porque la música estaba más arriba o más 
abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del encuen-
tro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en 
este poema que voy escribiendo.) 


Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el 

momento que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en 
ronda feroz sobre corceles negros. Ni en mis sueños de dicha exis-
tirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a los 
sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas. 


(Y me dijo: Escribe, porque estas palabras son fieles y verdade-

ras).


(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el 

canto...).


Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo 

para aleccionar a la que extravió en mí su musicalidad y trepida 
con más disonancia que un caballo azuzado por una antorcha en 
las arenas de un país extranjero).


Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me 

había muerto y que la muerte era decir un nombre sin cesar. 


No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no 

es grato. No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También 
este poema es posible que sea una trampa, un escenario más. 


Cuando el barco alteró su ritmo y vaciló en el agua violenta, 

me erguí como la amazona que domina solamente con sus ojos 
azules al caballo que se encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El 
agua verde en mi cara, he de beber de ti hasta que la noche se 
abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que 
me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín. 


Hay un jardín.
 


El infierno musical, 1971