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sábado, 23 de julio de 2011

Charles Tomlinson y José Watanabe, por el hielo


Nadando en el lago Chenango

de Charles Tomlinson

El invierno prescindirá del nadador ya pronto.
Éste interpreta las fluctuaciones otoñales del agua
de abundantes maneras: tiene sacudidas,
está agitada ya a pesar de su firmeza
donde han caído las primeras hojas
con el primer temblor del aire matutino,
anticipándose así a él, extendiendo sus huellas
hacia afuera en superpuestos círculos excéntricos.
Hay una geometría del agua que esparce
inesperadamente la superabundancia de las nubes
y las deja flotando en una atmósfera inferior
llena de ángulos y alargamientos: los árboles
pareen cipreses cuando allí se estiran,
y los matorrales que dan muestras del otoño,
rayos de fuego. Es una geometría y no
una fantasía musical de figuras deformantes,
pero cada fluida variación adecuada al tema
del cual se aleja, suena antes:
es una consistencia, la fibra del caudal palpitante.
Pero el nadador ya ha mirado bastante, y ahora
el cuerpo debe hacer volver a la mirada
a su dependencia, mientras él corta y separa
el paisaje acuático y lo agita hasta hacerlo jirones.
Acepta que lo aferre el frío del agua,
pues nadar es también apropiarse
del sentido del agua, moverse en su seno
y ser libre entre brazada y abrazo.
El nadador se sumerge y recorre ese espacio
del que es heredero el cuerpo, y se hace un sitio
en el agua, una posesión a la renuncia
conscientemente con cada impulso. La imagen
que él ha quebrado se renueva por detrás, cicatrizándose,
se eleva y se alarga, extendida como las plumas
de un ala inmensa cuya oscurecedora envergadura
ensombrece su soledad: solo, al nadador no le da nombre
este bautismo; solamente Chenango tiene nombre
en un idioma perdido que él comienza a interpretar:
un habla de densidades y desprecios, de medias
respuestas a las preguntas que su cuerpo debe formular
como una rana a través del elemento casi penetrable.
Humano, el nadador le hace frente y, humano,
retrocede ante el frío interior, la crueldad
que aún muestra una especie de piedad que le sostiene.
El último sol del año seca su piel por encima
de una superficie que es un mero mosaico de diminutos
destrozos,
donde el viento borra todas las imágenes en la obsidiana
que fluye,
el irse de las ondas que se forman incesantemente.



El guardián del hielo
de José Watanabe

Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.

Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…

El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil.
Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.

No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
yo soy el guardián del hielo.