La inmovilidad del tiempo es fuga del tiempo ante el tiempo; fuga, igualmente, ante toda fuga. Estoy fuera. Permito al afuera estar aquí. El tiempo de aquí y de allá son el mismo tiempo huyendo en mi huida. El tiempo de allá huye de allá para alcanzar el tiempo de aquí. El tiempo de aquí huye de su lugar para volverse tiempo de otro lugar. Así el tiempo es remisión permanente del tiempo a otro tiempo. La remisión anula el tiempo. El tiempo abolido es, también, tiempo inmóvil. El vacío, la muerte, la nada están fuera del tiempo; pero ese fuera del tiempo quizá sea tiempo empujado fuera: ese tiempo fuera del tiempo es el de la escritura. Nada, en apariencia, cambia, una vez escrito. Inmovilidad de la letra, del vocablo. El libro porta el peso de la inmovilidad de sus caracteres, de su huida de la huida, móvil fijeza; el peso aplastante de todo el espacio contenido en las letras. (Ah, tú huyes. Eres sólo huida
donde todo huye. Nada está soldado. El libro
es el lugar del encuentro de nuestras fugas;
lugar que ha huido de su lugar.
Escribir es, en tal caso, rendir cuentas
de esos encuentros fortuitos o premeditados.
Espacio de un relámpago: una palabra se dejó
tomar bajo palabra; un libro se dejó de leer.
El infinito del libro es el espacio vital
de la palabra.
Leer lo que huye hasta a la lectura.
Nuestra lectura no es sino la percepción,
a través de su fingida inercia, de la voluntad
de fuga del vocablo; consiste, quizá, en reve-
lar, cada vez, el umbral.
Hay una falsa inmovilidad del libro, co-
mo hay una falsa movilidad de la palabra:
porque el libro busca huir del libro, mientras
que la palabra está colgada a lo que dice.
Hacer, huir son casi sinónimos.
Se huye, se huye en lo que se hace.
Se hace una fuga, como se hace un libro.
Hablar y escribir se distinguen por el
deseo de fijarse, del uno, y por la ebriedad de
huir, del otro.
"Quieres fijarte. Huyes de lo que huye", decía.
Toda huida es manojo de escritura.
La palabra escapa también, como se dice
de un caño, que algo escapa.
Horadamos, a veces, la palabra, sin sos-
pecharlo.
Un vocablo que ha perdido su sangre es
un vocablo a cuya agonía habremos asistido,
del que no recordaremos sino la pérdida.
No es la tinta lo que da a la palabra su
color, sino los horizontes que la fascinan.
Hay inmovilidad sólo donde no queda
savia.
El árbol huye por las raíces. El universo
es fuga desafiante que desbarata la huida.
Estabilidad de los seres, de las cosas, del
mundo, no sois más que el tiempo ínfimo de
una tregua entre dos huidas; un tiempo im-
perceptible, ya ilusorio, y sobre el cual nos
apoyamos: nuestro pobre tiempo.)
Toda semejanza es acuerdo implícito entre dos
fugas; complacencia de intención y de acción.
Toda huida tiene, por finalidad diferida, la se-
mejanza. El libro de las Semejanzas es el libro de las
Fugas.
Sabremos, al huir, que nuestra huida era otra
manera de volver sobre nuestros pasos, al lugar donde
nos extraviamos, había escrito reb Bacush.
(Edmond Jabès, El libro de las semejanzas)
donde todo huye. Nada está soldado. El libro
es el lugar del encuentro de nuestras fugas;
lugar que ha huido de su lugar.
Escribir es, en tal caso, rendir cuentas
de esos encuentros fortuitos o premeditados.
Espacio de un relámpago: una palabra se dejó
tomar bajo palabra; un libro se dejó de leer.
El infinito del libro es el espacio vital
de la palabra.
Leer lo que huye hasta a la lectura.
Nuestra lectura no es sino la percepción,
a través de su fingida inercia, de la voluntad
de fuga del vocablo; consiste, quizá, en reve-
lar, cada vez, el umbral.
Hay una falsa inmovilidad del libro, co-
mo hay una falsa movilidad de la palabra:
porque el libro busca huir del libro, mientras
que la palabra está colgada a lo que dice.
Hacer, huir son casi sinónimos.
Se huye, se huye en lo que se hace.
Se hace una fuga, como se hace un libro.
Hablar y escribir se distinguen por el
deseo de fijarse, del uno, y por la ebriedad de
huir, del otro.
"Quieres fijarte. Huyes de lo que huye", decía.
Toda huida es manojo de escritura.
La palabra escapa también, como se dice
de un caño, que algo escapa.
Horadamos, a veces, la palabra, sin sos-
pecharlo.
Un vocablo que ha perdido su sangre es
un vocablo a cuya agonía habremos asistido,
del que no recordaremos sino la pérdida.
No es la tinta lo que da a la palabra su
color, sino los horizontes que la fascinan.
Hay inmovilidad sólo donde no queda
savia.
El árbol huye por las raíces. El universo
es fuga desafiante que desbarata la huida.
Estabilidad de los seres, de las cosas, del
mundo, no sois más que el tiempo ínfimo de
una tregua entre dos huidas; un tiempo im-
perceptible, ya ilusorio, y sobre el cual nos
apoyamos: nuestro pobre tiempo.)
Toda semejanza es acuerdo implícito entre dos
fugas; complacencia de intención y de acción.
Toda huida tiene, por finalidad diferida, la se-
mejanza. El libro de las Semejanzas es el libro de las
Fugas.
Sabremos, al huir, que nuestra huida era otra
manera de volver sobre nuestros pasos, al lugar donde
nos extraviamos, había escrito reb Bacush.
(Edmond Jabès, El libro de las semejanzas)