Algo en la
noche
Existen las palabras. Existe la música. Y ocurre que se
encuentran y se unen. También sucede, y es lo más frecuente, que en nosotros se
ignoren. Querríamos que la música las borre o que las palabras la hagan callar.
Sucede incluso que la música aparezca como la única lengua, la más antigua. Que
las palabras oídas o las escritas en una página se separen de la voz que les da
soporte. De lo que no se puede hablar, de eso es de lo que habla. Y acerca de
lo que dice, no se puede decir nada. Por supuesto, están los músicos:
compositores e intérpretes. Se pueden contar sus vidas, describir sus obras,
admirar su arte. Pero ¿y su ser musical? A la pregunta: «¿Qué significa la música para usted?»,
el pianista Yevgueni Kissin responde sencillamente: «Sin ella no puedo vivir».
la playa, la casa
Nadie
Yevgueni, alejado del piano, parece no ser nadie. Una
máscara petrificada, una voz mal timbrada y que parece no emanar de él, una
silueta sin edad, un cuerpo que camina como sin peso ni energía. En su
conducta, algo de mecánico, de repetitivo, de deshabitado. Quienes lo han
entrevistado se extrañan, por lo demás, de encontrar en los labios de Kissin,
de una entrevista a otra, de un hotel lujoso al siguiente, con meses de
distancia, la huella de una cortesía de otra época, exactamente las mismas
palabras para decir las mismas cosas, como si en lugar de hablar recitara. Pero
cuando llega la hora del concierto, aparece un hombre para encarnarse en un
cuerpo hasta ese momento privado de atributos. ¿Cómo semejante figura, tan rígida,
envarada y formal, puede convertirse al piano en una fiera sensual, libre y
generosa? En el joven ruso, algo viene a recordarnos hasta qué punto la música
es asunto de cuerpo, de imágenes, de espacio. De pronto sucede como si el
tiempo se volviera visible y la matemática de las notas penetrara la materia:
esa mezcla fugitiva de brillo y de sombra, mientras en el negro profundo de la
laca de la tapa, en la vertical de las teclas, esmerándose en una tarea
compleja y fantasmática, toma vuelo el doble de sus manos.
No sé por qué, desde la primera vez que lo vi sobre el
escenario, Yevgueni Kissin me ha hecho pensar en Alexander Ivánovich Loujine,
el genial y loco jugador de ajedrez de la novela de Nabokov, La defensa Loujine. El mismo
desdoblamiento interno en ambos artistas, entre un jugador y una pieza jugada,
un maestro del tiempo y un sujeto ausente de sí mismo, entregado a su destino.
Igual que uno no conoce del mundo
otra cosa que las sesenta y cuatro casillas de su tablero de ajedrez, el otro
no ve más que el blanco y negro de las ochenta y ocho teclas del teclado del
piano. Gracias a una pura combinación de valores, a una brusca escenificación
del tiempo, a un solitario enfrentamiento con el Otro que está más allá de
todos los otros, ambos esperan que su arte les conceda el sentimiento de
existir y de ser lo que son. Luego, cerrado el teclado, tendido el rey sobre el
tablero, retornan a su no vida, con la mirada amedrentada de los que conocen
algo de la noche.
(Tomado de Michel Schneider: Músicas nocturnas. El lado oculto del lenguaje musical)