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sábado, 27 de abril de 2013

Las músicas nocturnas de Michel Schneider


Algo en la noche

     Existen las palabras. Existe la música. Y ocurre que se encuentran y se unen. También sucede, y es lo más frecuente, que en nosotros se ignoren. Querríamos que la música las borre o que las palabras la hagan callar. Sucede incluso que la música aparezca como la única lengua, la más antigua. Que las palabras oídas o las escritas en una página se separen de la voz que les da soporte. De lo que no se puede hablar, de eso es de lo que habla. Y acerca de lo que dice, no se puede decir nada. Por supuesto, están los músicos: compositores e intérpretes. Se pueden contar sus vidas, describir sus obras, admirar su arte. Pero ¿y su ser musical? A la pregunta: «¿Qué significa la música para usted?», el pianista Yevgueni Kissin responde sencillamente: «Sin ella no puedo vivir».


la playa, la casa

Nadie

     Yevgueni, alejado del piano, parece no ser nadie. Una máscara petrificada, una voz mal timbrada y que parece no emanar de él, una silueta sin edad, un cuerpo que camina como sin peso ni energía. En su conducta, algo de mecánico, de repetitivo, de deshabitado. Quienes lo han entrevistado se extrañan, por lo demás, de encontrar en los labios de Kissin, de una entrevista a otra, de un hotel lujoso al siguiente, con meses de distancia, la huella de una cortesía de otra época, exactamente las mismas palabras para decir las mismas cosas, como si en lugar de hablar recitara. Pero cuando llega la hora del concierto, aparece un hombre para encarnarse en un cuerpo hasta ese momento privado de atributos. ¿Cómo semejante figura, tan rígida, envarada y formal, puede convertirse al piano en una fiera sensual, libre y generosa? En el joven ruso, algo viene a recordarnos hasta qué punto la música es asunto de cuerpo, de imágenes, de espacio. De pronto sucede como si el tiempo se volviera visible y la matemática de las notas penetrara la materia: esa mezcla fugitiva de brillo y de sombra, mientras en el negro profundo de la laca de la tapa, en la vertical de las teclas, esmerándose en una tarea compleja y fantasmática, toma vuelo el doble de sus manos.

     No sé por qué, desde la primera vez que lo vi sobre el escenario, Yevgueni Kissin me ha hecho pensar en Alexander Ivánovich Loujine, el genial y loco jugador de ajedrez de la novela de Nabokov, La defensa Loujine. El mismo desdoblamiento interno en ambos artistas, entre un jugador y una pieza jugada, un maestro del tiempo y un sujeto ausente de sí mismo, entregado a su destino. Igual que uno no conoce del  mundo otra cosa que las sesenta y cuatro casillas de su tablero de ajedrez, el otro no ve más que el blanco y negro de las ochenta y ocho teclas del teclado del piano. Gracias a una pura combinación de valores, a una brusca escenificación del tiempo, a un solitario enfrentamiento con el Otro que está más allá de todos los otros, ambos esperan que su arte les conceda el sentimiento de existir y de ser lo que son. Luego, cerrado el teclado, tendido el rey sobre el tablero, retornan a su no vida, con la mirada amedrentada de los que conocen algo de la noche.

(Tomado de Michel Schneider: Músicas nocturnas. El lado oculto del lenguaje musical)